The slogan “Diversity is our strength” has become a quasi-religious mantra in progressive circles. But all available evidence suggests that too much of it has a corrosive effect on social trust. In Exodus, the economist Paul Collier identified a clear and intuitive trend – the larger the immigrant diaspora, the slower their absorption into mainstream society. The sociologist Robert Putnam famously found that greater diversity coincided with widespread atomisation and a decline of trust in civic life. Since high-trust societies broadly depend on homogeneity and shared values, liberals and left-wingers should be especially troubled by mass migration. A low-trust society may be less willing to tolerate high taxation and other hallmarks of social democracy. The social mores which liberalism prizes are not always the norm for recent arrivals. Why ever should belief in free speech, tolerance of other faiths or sexual identities or a commitment to women’s rights magically materialise at the Port of Dover? A 2015 YouGov poll found that nearly twice as many Londonders believed homosexuality to be “morally wrong” compared to the rest of the UK (29% compared to 15-17%), making “liberal London” by far Britain’s most homophobic region. Recent events in Batley and Wakefield suggest the emergence of ‘de facto’ blasphemy laws in our society. Or contrast supposedly cherished ‘liberal values’ with the illiberal ones often seen at Palestine Solidarity marches. Yet the terror of offending cultural sensibilities and (horror of horrors) accusations of “racism” or being “low-status” means it is mostly the Right pointing out these tensions. Discussions of controlling numbers are often dismissed as “scapegoating”. Many bridled at Suella Braverman’s anodyne observation that ‘multiculturalism’ (when understood as a right to persistent cultural separatism), far from promoting peaceful integration in a shared society, actively destroys it. The Rwanda policy’s failure triggered jubilation from the chattering classes. Thoughtful liberals, such as Matthew Syed and Jenni Russell, have highlighted the inherent contradictions between our open-ended obligations under the UN Refugee Convention and the survival of liberal norms. For now, Britain’s political classes may be hermetically sealed off from the growing fears of their electorate. But for how much longer?

El lema “La diversidad es nuestra fuerza” se ha convertido en un mantra casi religioso en los círculos progresistas. Pero toda la evidencia disponible sugiere que un exceso tiene un efecto corrosivo sobre la confianza social. En Éxodo, el economista Paul Collier identificó una tendencia clara e intuitiva: cuanto mayor es la diáspora de inmigrantes, más lenta es su absorción en la sociedad en general. El sociólogo Robert Putnam descubrió que una mayor diversidad coincidía con una atomización generalizada y una disminución de la confianza en la vida cívica. Dado que las sociedades de alta confianza dependen en gran medida de la homogeneidad y los valores compartidos, los liberales y los izquierdistas deberían estar especialmente preocupados por la migración masiva. Una sociedad con poca confianza puede estar menos dispuesta a tolerar altos impuestos y otras características de la socialdemocracia. Las costumbres sociales que valora el liberalismo no siempre son la norma para los recién llegados. ¿Por qué debería materializarse mágicamente en el puerto de Dover la creencia en la libertad de expresión, la tolerancia hacia otras religiones o identidades sexuales o el compromiso con los derechos de las mujeres? Una encuesta de YouGov de 2015 encontró que casi el doble de londinenses creía que la homosexualidad era “moralmente incorrecta” en comparación con el resto del Reino Unido (29% en comparación con 15-17%), lo que convierte al “Londres liberal” en, con diferencia, la región más homofóbica de Gran Bretaña. Los acontecimientos recientes en Batley y Wakefield sugieren el surgimiento de leyes de blasfemia “de facto” en nuestra sociedad.O contrastar los “valores liberales” supuestamente apreciados con los antiliberales que a menudo se ven en las marchas de Solidaridad Palestina. Sin embargo, el terror de ofender las sensibilidades culturales y (horror de los horrores) las acusaciones de “racismo” o de “bajo estatus” significa que es principalmente la derecha la que señala estas tensiones. Las discusiones sobre el control de números a menudo se descartan como “chivos expiatorios”. Muchos se enojaron ante la anodina observación de Suella Braverman de que el “multiculturalismo” (entendido como un derecho al separatismo cultural persistente), lejos de promover la integración pacífica en una sociedad compartida, la destruye activamente. El fracaso de la política de Ruanda provocó el júbilo de las clases parlanchinas. Liberales reflexivos, como Matthew Syed y Jenni Russell, han destacado las contradicciones inherentes entre nuestras obligaciones indefinidas en virtud de la Convención de las Naciones Unidas sobre Refugiados y la supervivencia de las normas liberales. Por ahora, las clases políticas británicas pueden estar herméticamente aisladas de los crecientes temores de su electorado. Pero, ¿por cuánto tiempo más?