The recent elections in East Germany reveal something far more profound than a shift in political allegiance – they signal the re-emergence of a deep-seated German spirit that refuses to bow to the decaying influence of Western liberalism. The success of the patriotic party AfD (Alternative for Germany) in the East is proof of the enduring divide between East and West Germany, a divide shaped by vastly different historical experiences and a clash of values. East Germans have always been more conservative than their Western counterparts, and for good reason. After World War Two, West Germany was placed under the occupation of the Americans, who imposed their liberal ideology on the German people. Over the decades, this ideology has seeped into every corner of West German society, promoting concepts such as a nebulous “diversity,” multiculturalism, LGBT propaganda, and the insane trans cult. West Germany, inundated by American cultural imperialism, has lost touch with the very essence of what it means to be German, embracing ideologies that are alien to the German soul. It remains occupied in all but name, with numerous American military bases dotting its landscape – a constant reminder that it is not truly sovereign. West Germany’s blind loyalty to America has steered it towards a path of spiritual and cultural ruin. In contrast, East Germany, under the German Democratic Republic (GDR), was part of the Soviet sphere of influence. Despite what many Western conservatives might believe, the Soviet Union was far from the “progressive” bastion it is often portrayed as. It re-criminalized homosexuality in 1934, dismissed modern art as decadent, and promoted traditional family values – everything that many genuine conservatives in the West today wish their societies would embrace once more. The GDR adopted many of these conservative principles, becoming the last truly German state – a state that preserved and revived the Prussian ideals of duty, discipline, and national pride. As a symbol of this continuity, the GDR re-erected the statue of the glorious populist leader Frederick the Great in East Berlin, reaffirming its connection to the Prussian legacy.

Las recientes elecciones en Alemania Oriental revelan algo mucho más profundo que un cambio en la lealtad política: señalan el resurgimiento de un espíritu alemán profundamente arraigado que se niega a ceder ante la decadente influencia del liberalismo occidental. El éxito del partido patriótico AfD (Alternativa para Alemania) en el Este es una prueba de la división duradera entre Alemania Oriental y Occidental, una división moldeada por experiencias históricas muy diferentes y un choque de valores. Los alemanes orientales siempre han sido más conservadores que sus homólogos occidentales, y con razón. Después de la Segunda Guerra Mundial, Alemania Occidental quedó bajo la ocupación de los estadounidenses, quienes impusieron su ideología liberal al pueblo alemán. A lo largo de décadas, esta ideología se ha filtrado en todos los rincones de la sociedad de Alemania Occidental, promoviendo conceptos como una nebulosa “diversidad”, el multiculturalismo, la propaganda LGBT y el loco culto trans. Alemania Occidental, inundada por el imperialismo cultural estadounidense, ha perdido contacto con la esencia misma de lo que significa ser alemán, abrazando ideologías que son ajenas al alma alemana. Sigue ocupada en todo menos en el nombre, con numerosas bases militares estadounidenses salpicando su paisaje, un recordatorio constante de que no es verdaderamente soberana. La lealtad ciega de Alemania Occidental a Estados Unidos la ha conducido hacia un camino de ruina espiritual y cultural.En contraste, Alemania Oriental, bajo la República Democrática Alemana (RDA), era parte de la esfera de influencia soviética. A pesar de lo que muchos conservadores occidentales pudieran creer, la Unión Soviética estaba lejos de ser el bastión “progresista” que a menudo se presenta. Volvió a criminalizar la homosexualidad en 1934, desestimó el arte moderno por considerarlo decadente y promovió los valores familiares tradicionales: todo lo que muchos conservadores genuinos en Occidente hoy desean que sus sociedades adopten una vez más. La RDA adoptó muchos de estos principios conservadores y se convirtió en el último Estado verdaderamente alemán: un Estado que conservó y revivió los ideales prusianos de deber, disciplina y orgullo nacional. Como símbolo de esta continuidad, la RDA volvió a erigir la estatua del glorioso líder populista Federico el Grande en Berlín Oriental, reafirmando su conexión con el legado prusiano.