To make matters worse, suicidal empathy is a classic case of what Rob Henderson of the Manhattan Institute calls a luxury belief: supposedly avant-garde (but in fact idiotic) ideas that confer upon those who loudly profess them upper class status while harming ordinary people. These inane opinions are highly contagious, especially among naive, trendy or weak personalities; proponents tend to be insulated from their consequences, unlike the public as a whole. Keir Starmer, Lord Hermer and his gang of vandals are held in high esteem by the virtue-signallers, while the normies pay a catastrophic price in higher crime and taxes. The result is a gigantic and unforgivable Trahison des clercs, as the philosopher Julien Benda put it, a betrayal of ordinary folk by the clerisy. There ought to be a simple solution to this nonsense: a democratic revolution. The public hates ridiculous rules that put criminals before the law-abiding. They are aghast at the latest stories from the immigration tribunals. There are moments in history when populism is dangerous, when it leads to mob rule, demagoguery and fascism, but these days ordinary folk are, by and large, more liberal-minded and less prone to irrationality and hyper-emotion than the hyper-educated, such as your average human rights lawyer. The average punters’ views on gender, immigration and welfare are more sensible than those of the elites; this is a benign populist moment. People power is thus the only possible vaccine against suicidal empathy, the only way to inoculate the body politic against the spread of idea pathogens. The problem is that we no longer have a functioning democracy: too few politicians see their jobs as representing the interests and views of the electorate. The government is no longer in control of the apparatus of state, and many ministers are content with belonging to a Potemkin cabinet, to pretend to rule while officials, European human rights, ICC or ICJ judges, international bureaucrats, the OBR, the Bank of England or the Climate Change Committee take the real decisions. A permanent and unreformable bureaucracy pursues its own ends.

Para empeorar las cosas, la empatía suicida es un caso clásico de lo que Rob Henderson del Instituto de Manhattan llama una creencia de lujo: las ideas supuestamente vanguardistas (pero de hecho idiotas) que confieren a quienes los profesan en voz alta estatus de clase alta mientras perjudican a las personas ordinarias . Estas opiniones inanidas son altamente contagiosas, especialmente entre personalidades ingenuas, modernas o débiles; Los proponentes tienden a estar aislados de sus consecuencias, a diferencia del público en general. Keir Starmer, Lord Hermer y su pandilla de vándalos están en alta estima por los firmantes de virtud, mientras que las normas pagan un precio catastrófico en delitos e impuestos más altos. El resultado es un Trahison des Clercs gigantesco e imperdonable, como lo expresó el filósofo Julien Benda, una traición de la gente ordinaria por parte de la clerisy. Debería haber una solución simple para estas tonterías: una revolución democrática. El público odia las reglas ridículas que ponen a los delincuentes ante la ley respetuosa. Están horrorizados por las últimas historias de los tribunales de inmigración. Hay momentos en la historia en los que el populismo es peligroso, cuando conduce al gobierno de la mafia, la demagogia y el fascismo, pero en estos días la gente ordinaria es, en general, más liberal y menos propensa a la irracionalidad e hiperemoción que la hipereducada , como su abogado promedio de derechos humanos. Las opiniones promedio de los apostadores sobre el género, la inmigración y el bienestar son más sensibles que los de las élites; Este es un momento populista benigno.El poder de las personas es, por lo tanto, la única vacuna posible contra la empatía suicida, la única forma de inocular el cuerpo político contra la propagación de los patógenos de las ideas. El problema es que ya no tenemos una democracia funcional: muy pocos políticos ven que sus trabajos representan los intereses y puntos de vista del electorado. El gobierno ya no tiene el control del aparato del estado, y muchos ministros se contentan con pertenecer a un gabinete de Potemkin, para fingir gobernar mientras funcionarios, derechos humanos europeos, ICC o ICJ, burócratas internacionales, el OBR, el Banco de Inglaterra o el Comité de Cambio Climático toman las decisiones reales. Una burocracia permanente e inacformable persigue sus propios fines.