What would happen, for instance, if the next dominant phase of authoritarianism enjoyed popular public support? If a government’s immigration policies were so reckless as to admit numbers at an unmanageable pace from countries where free speech and liberty are considered dispensable follies: might this not create the conditions by which democracy could be its own undoing? Is it not feasible, in other words, that a radical shift in demographics could result in citizens voting for less freedom? The fear is not as histrionic as it sounds. A recent poll by the Henry Jackson Society found that 52 per cent of British Muslims would make it illegal to display an image of the Prophet Mohammed. A further 32 per cent would like to see the implementation of Sharia law, and the same proportion would support establishing Islam as the national religion. An extensive survey conducted for Channel 4 in 2016 found that 39 per cent of British Muslims believed that wives should always be obedient to husbands, 31 per cent agreed that bigamy was acceptable, 47 per cent said that gay people should never be allowed to teach in schools, and 52 per cent thought that homosexuality ought to be criminalised. Such figures remind us that multiculturalism has often proved a barrier to assimilation. Rather than make integration a condition of citizenship, many countries have simply relaxed their own standards and implemented parallel systems. In the UK, this reached its grim nadir with the grooming gangs scandal, in which authorities failed to grapple with the systematic sexual abuse of children out of fears of being accused of racism. And yet it is difficult to imagine anything more racist than holding migrant communities to lower moral and legal standards.

¿Qué pasaría, por ejemplo, si la próxima fase dominante del autoritarismo disfrutara de un apoyo público popular? Si las políticas de inmigración de un gobierno fueran tan imprudentes como para admitir números a un ritmo inmanejable de los países donde la libertad de expresión y la libertad se consideran disputables locuras: ¿podría esto no crear las condiciones por las cuales la democracia podría ser su propia ruina? ¿No es factible, en otras palabras, que un cambio radical en la demografía pueda dar como resultado que los ciudadanos voten por menos libertad? El miedo no es tan histriónico como parece. Una encuesta reciente de la Sociedad Henry Jackson encontró que el 52 por ciento de los musulmanes británicos haría ilegal mostrar una imagen del Profeta Mahoma. Otro 32 por ciento le gustaría ver la implementación de la ley de la sharia, y la misma proporción apoyaría el establecimiento del Islam como la religión nacional. Una extensa encuesta realizada para el Canal 4 en 2016 encontró que el 39 por ciento de los musulmanes británicos creía que las esposas siempre deberían ser obedientes a los esposos, el 31 por ciento acordó que la bigamia era aceptable, el 47 por ciento dijo que las personas homosexuales nunca deberían permitirse enseñar en las escuelas, y el 52 por ciento se creía que la ciudad homosexual se había criminadas. Tales cifras nos recuerdan que el multiculturalismo a menudo ha demostrado una barrera para la asimilación. En lugar de hacer de la integración una condición de ciudadanía, muchos países simplemente han relajado sus propios estándares e implementado sistemas paralelos.En el Reino Unido, esto alcanzó su sombrío nadir con el escándalo de las pandillas de aseo, en el que las autoridades no lograron lidiar con el abuso sexual sistemático de los niños por temor a ser acusados ​​de racismo. Y, sin embargo, es difícil imaginar algo más racista que mantener a las comunidades migrantes a los más bajos estándares morales y legales.